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domingo, 15 de junio de 2014

Soy gorda. No paro de comer. Mi mejor apodo sería “la regordeta rosada”. Parezco alemana en decadencia. No puedo creer mi necesidad y obsesión por llenar mi estómago a tal punto de querer vomitar, ir al baño e intentar hacerlo y luego llorar porque ni la mitad de lo que comí ha sido devuelto a la taza. Estoy muriendo. Se me hincha la cara y lloro casi todos los días (nunca me acuerdo). No lo entiendo. Acabo de comer galletas con queso, mañana si veo algo rico me lo tragaré. Mañana seguiré siendo gorda. Pasado también.
Ahora es el futuro. Lo que haga ahora dictaminará lo que sea en una semana, en un mes, en un año, en la muerte. Lo que hice hace unos momentos fue comer. Comí en mi futuro y fui gorda en mi futuro. Mi futuro es comida, gula y gordura.
Soy regordeta y no me gusta. Soy bulímica y no me gusta. No lo cambio porque parece que no soy capaz.
En el verano estuve más flaca y la gente lo sabía. Ahora engordé y la gente lo sabe. Soy tan gorda, tan cerda que no puedo creerlo. Mi mamá me mira reprobadoramente, sabe que me lo como todo cuando ella no está (y cuando sí, también).
La gala es en diciembre. Estaré gorda y llorante por no haber sido capaz de cerrar la boca para poder entrar en un vestido lindo –o al menos decente. Seré la más fea, la más mal hecha, la más regordeta. Nunca tendré un novio lindo porque no estoy a ese nivel de lindura, sino de los más tontos, feos y malos que hay en el mercado. No sé por qué me entra la talla 38 de pantalón –debe ser que los agrandaron.

Soy un asco y la gente lo sabe. Soy un asco y lo sé.

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